Friday, March 25, 2011

Vivir después de muerto.

Juan abrió los ojos perezosamente, negándose a admitir que un nuevo día acababa de empezar. La luz se filtraba a través de de los pequeños resquicios que las persianas permitían y dejando a su paso un leve haz luminoso al chocar contra el polvo.
Como cada mañana pensó en ella, en todo lo que ella se había llevado, desde su capacidad de alegrarle hasta sus ganas de vivir.
Poco de después de que ella empezase a faltar, la casa empezó a resentirse. Las persianas de su habitación se rompieron y cada día era testigo de un nuevo aplazamiento en su reparación. Hacía casi dos meses que no limpiaba y ni siquiera pasaba míseramente la escoba, por lo que a cada paso, pequeñas volutas de humo se unían en una conspiración de suciedad y se arremolinaban formando pequeñas nubes de desidia a lo largo del camino.
No eran nubes de aquellas del cielo que nos incitan a imaginar nuevas formas, figuras alentadas por nuestros subconsciente a metamorfosearse en cualquier objeto, como en esos tests que a veces hacen los psicólogos.
No. Eran nubes que parecían hacer la función opuesta, atrapando los sueños, envolviéndolos en esa maraña de suciedad y realidad, recubriéndolos de lo imposible, que es lo que eran. Cubriéndolos de una capa de olvido y mugre que no se iba con agua ni con lágrimas.

La empezó a echar de menos antes de que ella dejase de estar ahí.
Todo lo que ella sufrió en la camilla del hospital lo había sufrido él, sentado en el sillón aledaño, impotente, observando cómo moría por dentro mientras ella agonizaba.
Cualquier médico optimista le diría que era posible que ella saliese del coma en el que estaba, pero en el fondo, todos sabían que era prácticamente imposible, que ella estaba condenada. Él jamás perdió la esperanza en ella, pero fue a costa de perder la esperanza en los médicos, en el mundo. La esperanza a sobrevivir a tan duro trago.
El último día, ella abrió los ojos, rodeó la habitación con la mirada, tratando de adivinar dónde estaba. Entonces recordó. Recordó los últimos segundos de su vida real, del mundo que ella había visto y que le quedaba por ver y fue consciente de que no quedaba mucho más que ése último aliento de lucidez y esperanza.
Recordó lo que era vivir, olvidando por un momento ese purgatorio que durante demasiado tiempo la había mantenido viva y a él sufriendo. Cuando su mirada se posó en él, estaba durmiendo. Ella alargó la mano, para tocarle la cara mientras una lágrima resbalaba por su mejilla. Cuando por fin sus pieles se encontraron, ella esbozó una sonrisa todo lo que los aparatos respiratorios le permitían, y se dejó morir, sabiendo que la lucha era inútil, que estaba en paz.
Pero no todo estaba perdido, porque él estaba ahí, vivo. Y viviría por los dos.

Él despertó en el preciso momento en que ella apartaba su mano de su mejilla. Lo último que pudo apreciar de ella es que estaba sonriendo, y creyó leer en sus labios un adiós.
Era lo último que se hubiera esperado que pudiera pasar, que ella le acariciase como despedida. Empezó a llorar, dejando que sus sollozos fueran tapados por el pitido del electrocardiograma que indicaba que la vida ya no tendría más cuestas, ni hacia arriba ni hacia abajo para ella. Ni para él.
Una enfermera, que ya conocía al estoico visitante, sabiendo que se negaba a moverse del sitio a menos que fuera absolutamente necesario, le dio un abrazo y le instó a levantarse con un suave tirón por debajo de las axilas. Él ya manso, domesticado por los sucesos que se habían acontecido más rápido de lo que él jamás pudo imaginar, bajó a la consulta del médico que día tras día le daba esperanzas de que ella podía mejorar. No sabía muy bien qué decir, pero quería morir.
Al ir a sentarse en la silla, se cayó al suelo. No tenía fuerzas ni para dejarse caer. El doctor, preocupado por su salud, hizo que le tumbasen en la camilla que tenía ahí mismo. Su paciente recordó entonces con un sonoro rugido de estómago que llevaba casi tres días sin comer.
El doctor se preparó para auscultarle, porque su aspecto, desde luego, dejaba mucho que desear.
Él se sintió somo si cada vez más aparatos inundasen su piel, sus sentidos. Cada mínimo toque del doctor permanecía como un terrible y enorme peso sobre su piel de forma continua.
Todo el sitio empezó a ser difuso, su vista no podía centrarse en un sólo sitio. Se sintió increíblemente cansado, como si llevase meses tumbado sin haber logrado dormirse, incapaz de moverse o de articular palabra.
Pasó una luz sobre sus ojos que pareció deslumbrarlo todo por un segundo que fue eterno.
Y él abrió los ojos para descubrir que ella estaba allí, dormida. La acarició como pudo mientras lloraba de alegría de saber que ella estaba bien y triste como nunca antes de que, quizá, tal vez ella fuera a pasar por lo mismo que él creía acabar de pasar.

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