Sunday, February 24, 2013

Una pequeña parte de un adiós

Él estaba en medio de la calle, aunque no sabía cuál, ni dónde, ni por qué. Los coches debían de haberse olvidado de que tenían que pasar, porque el asfalto parecía estar sólo para él, como si las calles estuvieran sometidas a su voluntad.
La gente desaparecía cuando él la miraba, deshaciéndose en una masa de humo blanco que nunca volvía a aparecer. Todos ellos le lanzaban una última mirada, en la que él creía recordar algo, quizá un nombre, un momento vivido, una sonrisa sincera... Pero los recuerdos no llegaban a aflorar nunca, sólo se dejaban entrever en la superficie y se hundían de nuevo, como si jamás hubieran existido.
Se puso a avanzar, subiendo una cuesta, sin andar, o andando sin mover las piernas, como si fuera el mundo el que andase bajo él.
La calle acabó en un cruce, donde toda la gente parecía dirigirse a la vez, todos convirtiéndose en humo blanco al llegar a su campo de visión, creando una humareda que deshizo el mundo por unos segundos.
Por un instante, todo fue blanco, todo fue perfecto, impoluto, como si jamás ninguna memoria hubiera perturbado la paz de esas calles, que cada poco se tornaban algo menos existentes, como si los bares en los que había pasado buena parte de muchas noches se desdibujasen y fuesen sitios desconocidos, nunca recordados.
Pero el humo blanco comenzó a disiparse, dejando una silueta que avanzaba hacia él.
Ella iba con la cabeza agachada, como si se avergonzase de estar aún ahí, como si le diera miedo hablar. Abrió la boca, tratando de decir algo, pero la cerró y volvió a bajar la cabeza. Él no podía dejar de mirarla, no entendía, aún no se había hecho humo.
Ella le miró y giró la cabeza, como si supiese todo pero no entendiese nada.
Cuando él la miró de nuevo, ella sonrió.
-Ya te acuerdas, ¿verdad? -dijo ella, con una voz que no le pertenecía, como si llevase unos zapatos demasiado grandes o demasiado pequeños, o la ropa de otra persona a la que no se parecía.
Ella se llevó las manos a la boca y se echó la cabeza hacia atrás, como si estuviera riendo, pero sin emitir ni un solo sonido. Le miró de nuevo y volvió a hablar, esta vez con una voz distinta, que tampoco parecía la suya:
-A lo mejor no te acuerdas del todo -sonrió-. No sé si sentirme orgullosa, estás creciendo, pero ya no eres capaz de recordar mi voz, ¿verdad?
Él no tenía claro qué responder, no sabía por qué ella era ella, por qué le habían robado la voz. No, no recordaba que esa fuera su voz, pero cuál era.
-¿Cuál es el temor de un hombre sabio?
Esta vez sí que era su voz, sí que recordaba haberla oído decir eso, ya habían tenido esa conversación.
-Enamorarse -respondió él sin dudarlo un momento.
Ella volvió a sonreír y apoyó sus manos en las caderas, que empezaron a humear ligeramente, como si el contacto con sus manos fuera tan caliente que no lo pudiesen soportar. Apartó las manos, sin dar más que esa señal de que se hubiera dado cuenta y se las miró.
-Vaya, así que es cierto -Volvió a hablar ella con esa voz que no le pertenecía-. Me estás echando.
Él la miró con extrañeza. No quería verla, pero no quería echarla, era como una parte de sí mismo que sabía que estaba infectada, contaminada, pero que no quería o no podía echar, por más que lo intentase.
-Oh, si, si que puedes, mira. Imagínalo. Deséame fuera.
Él notó las mejillas húmedas sin saber por qué y notó unas gotas caer sobre el suelo, una leve llovizna, mínima, casi ni siquiera mojaba. Y sol. De repente había un sol radiante en el cielo que parecía haberse olvidado hasta ahora de que tenía que estar ahí.
Cuando miró hacia ella se dio cuenta de que empezaba a humear de cintura para abajo, levemente, como si evaporase el agua que la tocaba.
-Te sientes culpable, no recuerdas mi voz apenas. Ni siquiera sabes qué sentir al verme. No me dices nada, pero yo sé lo que quieres.
El sol se atenuó, la lluvia se hizo levemente más intensa. La sonrisa de ella desapareció, mientras parte del humo que aún quedaba comenzaba a convertirse de nuevo en personas, todas con la cabeza agachada, todos de frente a él.
Él miró a todas ellas, que no se deshicieron en humo como antes, se quedaron, algunos levantaron la cabeza y le sonrieron, el sol volvió a iluminar con cada sonrisa que le llegaba.
Ella sonrió, giró un poquito la cabeza.
-Es un paso, pero a pasos, uno a uno, es como se hace el camino. Aún te queda uno largo por recorrer. Y sabes que tendrás más alegrías que penas, siempre te esfuerzas en encontrarlas.
Él comenzó a llorar mientras veía el camino del que ella hablaba formarse detrás de ella, cómo desaparecían las cosas convirtiéndose en humo blanco a sus lados, sobre todo a su izquierda.
-No podríamos haber sido felices, lo sabes, aunque aún no lo quieres admitir. Cuando escribas esto lo sabrás, quizá llores, pero estarás haciéndote más fuerte, estando más cerca de lo que buscas.
Él enterró la cara entre las manos y comenzó a sollozar, diciendo "lo siento, lo siento..." una y otra vez, sin saber por qué, sabiendo que no tenía nada que sentir, porque no había sido culpa suya nada de lo que pudiera haber pasado, nada de lo que dejó de pasar.
-No hace falta que llores, aún no nos vamos a despedir. Pero quizá la próxima vez no sea exactamente yo la que vuelva. Eso depende de ti. Ya lo sabrás cuando nos veamos.
Ella sonrió, y él comenzó a notar que unas manos le abrazaban, le levantaban, le ayudaban, le abrazaban, demasiadas manos para ser sólo las de ella. La miró, pero ella seguía de pie donde antes, sonriendo.
Toda la gente que estaba antes alrededor ahora le cogía, le abrazaba y animaba. Le sonreían, todos.
-Te envidio. O quizá quieres pensar que es así. Mucho mejor.
Volvió a sonreír. Comenzó a andar hacia la nube de humo que había a la izquierda de él. Sin mirar atrás.
-Anda, camina, aprende, vive, tienes mucho camino como para perderte en el mío.
Él sólo pudo verla partir, tratando de tener un "te quiero" en los labios, pero no quería salir, no podía, algo se lo prohibía.
Ella miró hacia atrás y sonrió.
-Es mentira, pero quizá todavía no lo sepas. Aquí no pueden decirse.
Y levantó la mano para despedirse, dirigiéndose a la nube de humo. Él se terminó de incorporar y miró al frente, al camino.
Y cuando miró a su izquierda, sólo quedaba una nube blanca de humo, que se iba dispersando poco a poco, deshaciéndose, dejando que los escasos jirones que quedaban se juntasen con las inexistentes nubes del cielo.
Cuando el humo se hubo dispersado, no había nadie, ni rastro de ella.
Él volvió a mirar al camino, miró a la gente que tenía alrededor, pero no vio nada. Les sentía.
Sentía el calor de la compañía, aunque no estuvieran ahí. Miró al camino.
Y echó a andar.