Thursday, March 17, 2011

Juegos de manos

Resultó ser que las mañanas inquietas nos revuelven la tranquilidad a todos, pero nos dejan el trabajo de remover el café. Fue la primera frase que se le ocurrió al despertar, pobre de él, en su empeño por hacer un acopio de fuerzas que le permitiesen apartar las livianas sábanas que se antojaban de plomo.
La luz solar se reflejaba en su escritorio desde una posición más elevada de lo que había en su escritorio. Odiaba dormir tantísimo, pero tener sueño le resultaba poco menos que insoportable. Palabra con mucho acierto en el caso que nos ocupa ya que el sopor está implícito en ella. En esta y otras cavilaciones se perdía un hombre como otro cualquiera pero con unas aspiraciones y unas metas bastante por encima de todos los demás.
Ser un gran escritor, ser famoso, ser rico, ser poderoso, eran cosas de las gentes sin conocimientos. Un nobel no valía nada y cada día valía menos. Con lo politizados que estaban los premios últimamente.
No, eso era tarea para gente mundana, gente sencilla. Y él desde luego no lo era. Aunque tomase el café como la mayoría de gente, con el azúcar entero de la bolsita del bar, sin pedir más ni echarse de menos. Él quería ser el mejor escritor del mundo. No un escritor que, como otro cualquiera, aspira a ser un gran escritor, redactar varios best-sellers y tener una casa de lujo en alguna zona de california estuviera donde estuviese eso. Ni hablar, él tenía que ser el primer escritor de la historia capaz de eclipsar con su prosa o su verso a todo otro escritor leído anteriormente, sin ser posible compararlo con ningún otro escritor futuro. Difícil hazaña desde luego.
Y seguía sin saber cómo conseguirlo.
Llevaba años estudiando todos los tipos de escritura, reuniendo todas las características que tenían en común los grandes libros de la historia, los grandes literatos, los libros comerciales, los mejores poemas... incluso había llegado a buscar cómo escribían, a qué horas, en qué formato, con qué tipo de bolígrafos o máquinas de escribir...
Había hecho con ello su enciclopedia para escribir un libro, pero aún le faltaba algo... Imaginación no era, desde luego, pues cada día tenía en la cabeza una imagen nueva de los grandes momentos que le depararía su destino.
Todas las mañanas escribía un poema digno de envidia, o un relato exquisito, o pensaba la trama completa de una novela magnífica, pero todas acababan indefectíblemente en su chimenea, hiciese frío, calor, lluvia o nieve. Cientos de ellos se apilaban sobre las cenizas de los anteriores. Ninguno era suficientemente bueno. Le faltaba algo a todos ellos.
Todas las mañanas le atormentaba lo mismo al escribir. Porqué su cabeza imaginaba tantas y tantas historias y sin embargo ninguna tenía todos los elementos que eran necesarios.
El café le sabía cada mañana más amargo. Necesitaba encontrar la solución a ese problema.
Tal vez no se entendiese de verdad a sí mismo, tal vez fuese sólo cuestión de la paz interior esa de la que tantos hablaban...
Decidió practicar alguna de esas técnicas orientales que se estaban poniendo tan de moda últimamente. Tras leer un breve compendio de consejos para una armonía interior, decidió meditar sobre sí mismo, sobre su tarea como escritor y su capacidad de escribir. Meditar sobre él como un todo y reconocer cada una de las pequeñas piezas de ingeniería letrística que le componían.
Llegó a la conclusión de que todo lo que le aportaba su capacidad era su cerebro, que transmitía todo lo que podía a los nervios que acababan por llegar a su mano, que era la que escribía, la que plasmaba finalmente todo lo que pasaba por su cabeza. Tal vez fuese eso lo que fallaba, una conexión, un estímulo incompleto, una señal neuronal que se cortaba en algún punto entre su cerebro y su mano.
En algún punto de su cavilación propioceptiva, ocurrió lo que cualquiera llegaría a denominar milagro, mientras él sólo podía llamarlo concesión literaria, aunque llevada a la realidad. Un estímulo inteligente, claramente estructurado como una frase, compleja de interpretar, pero un frase inteligente sin lugar a dudas. "Comprender que todo es uno y uno es todo es la clave"
A ojos vista no tenía demasiado sentido, pero podría llegar a jurar que había oído resonar esa frase en su cabeza, como quien escucha en una película el pensamiento de alguien, con una pequeña reverberación de fondo. Pero estaba obviamente solo en esa habitación, no había ningún otro ente inteligente que pudiera haberle dirigido semejante mensaje. Perdió la concentración de lo que estaba haciendo para mirar a su alrededor e inspeccionar el pasillo en busca del indeseado intruso. A falta de mayores anomalías decidió volver a sentarse en el suelo, cerca del centro de la habitación para repetir sus anteriores cavilaciones. La frase volvió a su cabeza, esta vez precedida de un leve cosquilleo en el cuello.
Dejándose llevar por esa sensación de leve caricia sobre la piel, buscó el origen de semejante proposición, mientras parecía oír un grito lejano sin sentido alguno. La señal parecía bajar cerca de su omóplato acariciando los músculos de su hombro derecho, descendiendo por el bíceps hasta morir en el antebrazo. Justo después de esa aparente muerte sensorial aparecía un estímulo mayor, una conciencia completa, ante su enormísima sorpresa.
Sopesando la posibilidad de haberse quedado dormido y no estar más que en un sueño, se percató de que aquello que parecía hablarle era su mano, la misma que transmitía las letras que él pensaba y quería escribir.
Abrió los ojos y vio a su mano moverse sin que él estuviese enviando ningún tipo de orden. El susto estuvo a punto de hacerle caer, pero ella paró el golpe contra el suelo antes de que a él le diese tiempo a reaccionar sobre cómo evitarlo. Cercano al convencimiento de su locura, trató de dirigirse a la mano de forma verbal, dudando entre tratarle de usted o de tú, pues a pesar de ser parte de él, nunca había tratado con ella en estos términos.
-¿Mano?
Una voz resonó ligeramente, dulce y embriagadora en su cabeza, afirmando ser ella.
Hizo un gesto de saludo a su propietario, si es que así se llama al que tiene una mano, a lo que él respondió con una sonrisa sin mucha idea de otra respuesta más acertada. Le pareció notar de vuelta una sensación a la que a todos nos embarga cuando la sonrisa más necesaria tiene lugar en el momento más acertado. Llegado a este punto, su entusiasmo era tal, que no podía sino sentirse feliz sin tener claro porqué. Reflexionó sobre cómo su propia mano le había salvado de un desafortunado golpe reaccionando mejor de lo que él mismo habría sido capaz.
Decidió hacer un acopio de valentía y hablar solo por segunda vez, preguntándole a su mano cómo era eso posible.
-Siempre he estado cohibida, reducida a un segundo plano bajo el yugo de tu control neurológico. No te culpo por ello, es lo natural, de hecho ni yo misma me habría atrevido a aventurarme en el futuro pensando en que pudieses llegar a comunicarte conmigo como si fuésemos entes separados, que lo somos, a nuestra manera.
Más parecido a una relación simbiótica que a la de dos seres separados, esta peculiar unión entre dos sujetos estuvo intercambiando información, vital o accesoria, pero durante horas estuvo él sólo plantado en el centro de su habitación hablando aparentemente sólo, de una forma que ni el mayor esquizofrénico sería capaz de comprender.
Tras horas de conversación, si es que así podía llamarse, él le hizo un promesa que debía estar destinada a una persona más que a un miembro del cuerpo. Juró pensar las mejores historias jamás contadas los mejores guiones y las mayores tramas posibles a cambio de que ella les diese las florituras finales que les faltaban para ser absolutamente incomparables.
Tras este trato, decidieron cocinar juntos para probar sus nuevas habilidades como equipo. Él pensaba las recetas que consideraba oportunas y ella otorgaba la precisión que las hizo maestras. Esa noche comió los mejores huevos fritos con salsa al horno que había probado en muchísimo tiempo. Ten feliz que estaba, no pudo evitar besarse su propia mano.
Y sin quererlo, tal vez sin darse cuenta, le dijo "Te amo". La mano sintió aquello como algo muchísimo más profundo de lo que eran en realidad aquellas palabras envenenadas.
Los días pasaron y una nueva novela, magnífica, intachable, absolutamente impecable tanto literariamente como lingüisticamente, comenzó a tomar forma. Adictiva, sensual y atractiva en toda su extensión hasta la fecha, prometía ser el éxito tan anhelado por nuestro ambicioso escritor.
La unión de estos dos entes no hacía más que consolidarse como una relación estable, la simbiosis perfecta, como los líquenes. A medida que el tiempo seguía pasando y la novela avanzaba, buscaba nuevas fuentes de las que extraer las mejores ideas posibles para su obra maestra. Y fue así como acabó encontrando las exposiciones de arte de la mujer con la sonrisa más hermosa que jamás se le había cruzado en el camino. Sus pinturas abstractas no hacían más que abrirle la imaginación, su cabeza bullía de ideas que anotaba en su libreta, que se iba rellenando a una velocidad de vértigo. Ella no pudo evitar fijarse en el tan frecuente visitante, ella, una Don Nadie, con un admirador secreto a voces, que buscaba y encontraba sus cuadros constantemente, sin decidirse a comprar ninguno de ellos ni a dirigirle la palabra a su autora. Tanto estuvo fijándose en él que un día le supero la curiosidad por conocerle, saber por qué una persona se podía interesar tantísimo por sus cuadros, que parecían insignificantes.
La primera conversación, como suele ocurrir en estos casos, fue poco más que formal, cercana a la ridiculez de lo que ambos se querían decir. Él quería entrar en la mente de ella y encontrar esas imágenes sin sentido que tanto le inspiraban y ella quería encontrar el sentido que no era capaz de darle a sus cuadros en otra persona.
Y así fue como poco a poco, germinó entre ellos algo más que una simple amistad. La mano derecha de él como último vértice del triángulo amoroso, era la maestra que dosificaba las caricias con milimétrica precisión, acelerando el engaño en que se estaba sumiendo ella misma. La mano, convencida de que todo aquello no era más que una investigación de campo, que una forma de conseguir ideas, ese maná que les daba la vida, no quiso ver cómo se hizo partícipe del juego al que ninguno de los tres en realidad quería jugar.
Pero no todos los engaños se pueden mantener para siempre, y mucho menos si no se ocultan como si lo fueran. Y toda la situación cambió en el día crucial en que él, mientras la sujetaba por la cintura con su mano izquierda, la invitó por primera vez a subir a su piso. La mano derecha les brindó la apertura de puertas hasta la misma entrada del hogar. Él llevaba deseando enseñarle su humilde morada desde hacía tanto tiempo que no se dio cuenta de que ella no quería ver su piso hasta que fue muy tarde para negarse.
Ella le desabrochó los botones de la camisa mientras le mordía suavemente el cuello. Se separó ligeramente y le susurró al oído "Llevo tantísimo tiempo esperando este momento..." mientras bajaba, besando cada centímetro de su piel, empezando por su cuello y descendiendo por su pecho, no tan ejercitado como a ella le hubiera gustado. Mientras dejaba que sus labios recorriesen la distancia que quisiesen, él tiró ligeramente de la blusa de ella, orden que ella interpretó inmediatamente como la señal necesaria para desprenderse de ella. No se había molestado en ponerse nada debajo, no consideró que fuese necesario, y efectivamente fue un acierto. Acabaron ambos desnudos en el suelo, haciendo esfuerzos por contenerse y no ir demasiado rápido, no desperdiciar ese momento... Pero la mano, que no entendía de tales sutilezas fuera de ella y su poseedor, comenzó a estimularla más rápido de lo que él había previsto. Se apoyó sobre la derecha y permaneció en esa postura para evitar nuevas intervenciones, dejándose llevar por el placer de una mujer sobre una alfombra que desde luego no parecía propicia para la situación.
 Efectivamente, Benedetti tenía razón al decir que "es conveniente e incluso imprescindible/ tener a mano una mujer desnuda". Pero en el caso que a él le ocupaba, era más conveniente tenerla a la mano izquierda, que aún controlaba plenamente. Así, sudorosos y casi felices, se dejaron caer sobre el suelo, donde ella se miraron a los ojos mientras la mano de él acariciaba con ternura los pechos de ella. Tras mirarse y besarse durante un lapso de tiempo indefinido, ella decidió ponerse la camisa de él. Él no pudo evitar pensar lo sensual que resultaba ver a una mujer con su camisa, que era una imagen aparte de muy literaria, erótica por excelencia. Se fue a su habitación a dejar la ropa de ambos y a ponerse unos pantalones nuevos. Ella estaba preparando café en la cocina, apoyada de la forma más sugerente y casual que se podía sobre la encimera. Él se deleitó en esa imagen antes de que ella se diese cuenta de que estaba siendo observada y le entrase un ataque de timidez absoluta. Él la besó en el cuello y susurró aquellas palabras malditas y envenenadas que en su día le dijo a su mano, "Te amo". La mano no supo cómo reaccionar y se quedó paralizada, pero él ni siquiera pareció dar noticia de ello.
La invitó a ver su estudio, preguntando si quería ver el efecto, el producto de sus cuadros tras pasar por el prisma de la mente de él. La mano estuvo a punto de gritar: "Y de mi maestría" pero se dio cuenta de la inutilidad de su idea, ya que su receptor ahora no tenía oídos, ni vista, ni gusto, ni tacto, ni olfato para ella. Ahora su universo momentáneo estaba reducido a aquella mujer y él.
En el preciso momento en que él hizo amago de alargar la mano derecha para coger los papeles de la novela hasta el momento, llegó el ataque de la mano. La acción, tan inesperada por él como por ella, les cogió de sorpresa y le hizo caer. Su propia mano acababa de abofetearle y estaba tratando de estrangularle. A ella le pareció un intento de parecer gracioso, pero desde luego sin éxito. Él escuchó en su cabeza: "¿Estás loco? ¿No te das cuenta de que si ella lo ve antes de estar acabado todo se irá al traste? ¡Nadie puede leerla antes de que esté terminada! ¡Nadie!"
Él se puso a gritar contra su mano en una encarnizada pelea verbal mientra luchaba por su propia supervivencia. Tras un breve lapso de tiempo, la mano se percató de que el punto más débil no era él. Era ella. Se abalanzó sobre ella clavando sus uñas sobre la delicada piel de ella, rasgándola la cara, pero sobre todo, rompiendo el hechizo que sobre ella estaba ocurriendo hasta el momento. Gritó mientras él trataba de controlar la mano, en una lucha aparentemente ridícula. La mano, satisfecha del resultado, dejó que ella despotricase contra él, feliz de recuperar lo que era suyo a pesar de ser la poseída y no la poseedora.
Mientras ella se vestía rápidamente gritando que había miles de formas de echarla de su casa bastante más delicadas. "¡Para un polvo no hacía falta tanta parsimonia, ni hacerme sentir esto, la próxima vez págate una puta y no una cena!" Él tratando de dar las razones reales que no parecían sino ratificar que él era una persona de la que nunca se debió fiar. "Qué gran actor. Tantas mentiras."
Cuando ella pronunció aquella frase, "no quiero volver a verte", el mundo pareció temblar. El eje de la tierra pareció invertirse, el tiempo pararse. Y él no supo qué hacer, excepto quedarse en el pasillo con la mirada perdida en el horizonte, consciente de lo que acababa de perder por su ansiadísima novela.
Cuando oyó el portazo era demasiado tarde, y echó a llorar.
-¿Por qué? ¿De verdad era necesario?
Las lágrimas empezaron a caer sobre la alfombra que momentos antes había albergado el amor contenido de toda una vida. La felicidad más absoluta se convirtió en un abismo de tristeza insondable. En la cocina, la cafetera empezó a hervir, mientras las lágrimas recorrían sus mejillas. La mano le obligó a levantarse a base de empujar hacia arriba hasta que estuvo al alcance el mando de la vitrocerámica. Odiaba el café quemado, pero era lo de menos ahora.
"¿No te das cuenta de que ya habías exprimido todo el jugo que ella te podía ofrecer? Su papel en nuestra función se ha acabado, volvemos a estar tú y yo y nuestra novela maestra. La combinación perfecta"
No. No podía perdonarlo. No tan fácilmente. Su primer impulso fue coger un bolígrafo con la mano izquierda hasta escribir de nuevo una novela que mereciese la pena, pero su mano derecha no lo permitiría. Se apoyó con ambas manos sobre la encimera, con los ojos aún húmedos. Pero ahora no era tristeza, sino odio lo que sentía. Agarró la cafetera con la mano izquierda y vertió el líquido, aún hirviendo, sobre la mano derecha, que se estremeció de dolor, incapaz de reaccionar de otra forma que no fuese retorciéndose mientras notaba por toda su superficie cómo las ampollas se preparaban para aflorar. Él corrió hasta su estudio, cogió todas las páginas que tenía escritas hasta el momento y las arrugó con la mano izquierda en un terrible esfuerzo de doblarlas todas y soportar el dolor de la mano derecha. Echó el montón al hueco de la chimenea y con el soplete que estaba junto a ella, le prendió fuego. La mano trató de evitarlo apartando a la izquierda. Pero era tarde y sólo consiguió quemarse más y chamuscar la barba de él.
Ambos se quedaron en el suelo, mirando como la obra que había consumido todos los días de su vida hasta que ella apareció se consumía lentamente en el mismo sitio donde habían perecido miles de los mejores escritos que jamás llegarían a ver otros ojos que no fuesen los suyos. La mano derecha comenzó a sangrar por todas las heridas sufridas. Él se levantó y en el estado que estaba, desnudo de cintura para arriba y quemado, con una mano sangrante salió a la calle, dispuesto a conseguir que ella le perdonase y la mano volviese a ser un miembro más de su cuerpo.
En algún punto en medio de la calle, cayó sobre el suelo. Nunca supo con certeza el tiempo que estuvo allí, porque perdió la consciencia antes de llegar al suelo.

Se despertó en una habitación sobreiluminada, blanca, con una luz sobre la cabeza, apuntando directamente a la cara.
-¿Estoy muerto?
-Me temo que no has tenido tanta suerte- respondió una voz- pero desde luego no pasa un infarto así cualquiera amigo, es una suerte que hayas perdido tanta sangre, si no fuera por eso, habrías tenido trombos y habría sido mortal.
¿Tanta sangre? Sólo eran ligeras heridas en la mano derecha... Pero estaba demasiado drogado con analgésicos como para pensar en ello. Trató de arroparse, pero se dio cuenta de que no podía. Miró hacia abajo y descubrió con pavor cómo le faltaba prácticamente la mitad del brazo. No pudo más allá consigo mismo y volvió a quedar inconsciente. Los médicos pretendían  que no lo viese hasta más adelante, cuando estuviese recuperado, temiendo que el shock fuese demasiado fuerte tras un infarto de miocardio.
Recuperó la consciencia sólo para toquetear con la mano izquierda su bolígrafo favorito. La siguiente vez que despertó fue la última. Cogió el bolígrafo y comenzó a escribir el primer ensayo de su vida que le gustó a la primera. Tal vez en el fondo sólo hiciese falta escribir con el corazón y no con la mejor cabeza y la mano maestra para ser el escritor que anhelaba ser. Involuntariamente, sincronizó su último latido con la floritura con que escribió el punto final.
"Y el juego de manos con que el mago nos encandila es lo de menos, cuando lo que ocurre de verdad, es tras el telón"
El doctor escuchó la caída del bolígrafo sobre las blancas baldosas y el pitido del electrocardiograma. Leyó el ensayo junto al cadáver de su paciente, feliz de saber que el cuerpo que junto a él yacía había llegado al mejor fin que podía desear.
Sin duda, ese hombre tenía un gran talento, es una lástima que hubiera tenido que descubrirlo así y tan tarde.

Enmarcó el ensayo y lo envió a la única persona que había preguntado por él, seguro de que ella sabría entender el significado de aquel insignificante trozo de papel.

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