Sunday, March 27, 2011

Se apagó el museo del prado

Para la princesa del olvido, si acaso recuerda quién es


Y allí estaban ellos, sin mayor luz que la de una vela que él había llevado.
Las miradas de las meninas parecían dirigirse directamente al estrecho espacio que separaba sus dos respiraciones, casi acompasadas, nerviosas y aceleradas, mientras que el Hermafrodito aparta la mirada, avergonzado, temiendo no poder pasar por un episodio así.
Con los ojos de una buena parte de la realeza del siglo XVII sobre ellos, se levantan mirándose a los ojos, y empiezan a caminar por la sala.
A la entrada del pasillo, iluminado levemente por la luz de la luna, que no está llena, pero se ofrece de pleno a ellos, se escuchan los susurros de todos los ángeles que desde las paredes les envidian por su condición de humanos.
 Pobres de ellos, destinados a la inmortalidad de los seres divinos, de los óleos maestros, reducidos a la idealizada imagen que miles de rostros observan cada día, deformados mil veces por la traicionera memoria del tiempo.
Ajenos a todo ello estaban los intrusos, los más bienvenidos que nunca hubo en aquellos pasillos.
En las escaleras de bajada recibieron la inmóvil bendición de San Juan Evangelista, mientras las esculturas de la siguiente sala parecían romper con su condición de marmóleas para saludarles e invitarles a seguir explorando el edificio como dos fugitivos.
El mundo pareció de repente pararse cuando la vela se apagó de un suspiro cuando se sentaron ante la nada, el espacio de un cuadro que a ellos correspondía imaginar.
Él la imaginó a ella posando como un día dijo que haría para él, emulando a la maja desnuda de Goya. Ella le imaginó, pero él nunca supo cómo.
Para cuando el sol empezó a asomar por el horizonte, todas las obras expuestas del museo les habían tomado como nuevos amigos, mientras ellos permanecían ajenos a tal situación.
Ella le miró a los ojos, mientras él posaba su mirada en sus labios y el último suspiro que surgió de ellos la convirtió en olvido.
Hasta hoy.

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